Bodegas

 


2022 08 17

 

Después de pensármelo mucho, he vuelto a cometer un crimen. Llevaba años organizando mi vida para que esto no pasara. A veces me pregunto si el ser humano es tan vulgar, ingenuo, inocente… Me perdí entre preguntas con difícil respuesta y aquí estoy otra vez. Para la ocasión me he puesto la misma sudadera verde que hace veinte años fue el único testigo, aún vivo, de mi único crimen. Soy supersticioso. De eso me he ido dando cuenta con los años.

 

He conseguido pasar por alto pandemias, guerras mundiales, cuatro gobiernos alternativos y, ahora, viviendo en una seudodictadura; apartado del mundanal ruido, mi vena criminal ha vuelto a aparecer y sigo dando innecesarias vueltas a mi tazón de leche con descafeinado. Me tranquiliza o mi hipnotiza, aún sigo sin saber su funcionalidad.

 

Eran las siete de la mañana cuando, por fin amanecía. Llevaba dos horas dando vueltas en la cama. Andaba leyendo otra vez el legado de Orwell y mi cabeza estallaba con cada página leída. Llevaba días intolerante al ser humano. Se acababan de terminar las fiestas del pueblo y estaba deseando volver a mis rutinas, a mis horarios. Echar de menos siempre se me dio bastante bien, disfrutar del momento siempre me ha costado, pero trabajo en ello. Este año no había ocurrido nada especialmente malo, ni bueno.

 

Los mismos amigos que me salvaron estaban a mi lado. Sus hijos hacían que las horas se esfumaran como la ceniza del tabaco. He dejado de fumar hace veinte años y lo sigo echando de menos cada vez que bailo en el asilo, acondicionado para la Fiesta del Niño, con lo que se dan por terminadas las fiestas de San Roque.

 

Dos días antes habíamos cenado en mi bodega. Los hijos de mis amigos se van haciendo mayores y cada vez hay más espacio. Nosotros seguimos haciendo el fullmonty como si fuésemos adolescentes en celo, las mujeres de mis amigos lo disfrutan y cada año se cae uno diferente del banco. Las rodillas fallan, las cinturas crecen y todos hemos acabado con el culo carpeta del que nos reíamos hace años.

 

Me senté a hablar con Diana. Pocas veces nos sentamos a hablar, quizás por eso nos queremos tanto. Sigue siendo atractiva, sigue siendo la más moderna y sigue teniendo la misma sonrisa cautivadora que embelesa. Siempre baja sola al pueblo con su única hija, este fue su primer verano sin sus padres. La nieta sin abuelos. Habíamos hecho como si nada hasta que después de la cena, nos cruzamos volviendo de recoger una chaqueta de los coches para abrigarnos. La noche estaba refrescando y la luna brillaba. Desde las bodegas, el cielo se muestra en todo su esplendor y nos recuerda que somos insignificantes. La abracé mientras se ponía la chaqueta, la pregunté que si era nueva y se echó a llorar. Era de su madre.

 

Siempre he tenido poco tacto en esos asuntos y no la había dado el pésame. Fui al funeral de sus dos padres, pero siempre al lado de su hija, protegiéndola, protegiéndome.

 

- ¡Vamos a brindar por los vivos!

 

Es lo único que se me ocurrió decirle, mientras la seguía abrazando. Ella no se movió durante un tiempo indeterminado, eterno, mágico… Me miró a los ojos, chocamos las frentes y me susurró… Un ron cola, te espero aquí. No tardé nada, si eterno fue el abrazo, la comanda la serví en un instante. Una estrella fugaz tarda más en apagarse. Nos sentamos en el banco de piedra que hacía de contrafuerte horizontal del lateral de la bodega y empezó a sacar recuerdos de la chistera, como si fuese una maga en un concurso del mejor mago del año. Nos reímos un montón, lloró tanto, que terminamos la conversación en los asientos delanteros de su coche, mientras se pintaba el ojo y sus labios; los labios más apetecibles del universo. Siempre nos hemos besado en la boca, desde que tuvo a su hija. La madre soltera más apetecible de los Apeninos a los Andes.

 

Cuando se terminó de pintar, la cogí del cuello y la quité todo el pintalabios. Fue prácticamente el mismo tiempo que antes nos estuvimos abrazando. Desapareció alguna galaxia y pasaron varios cometas. Hasta que cayó el meteorito no nos dimos cuenta de que nos estaban llamando a gritos para bajar al baile. A lo lejos mi pareja, hasta esa noche, se metía en otro coche.

 

No tuve más remedio que irme a casa. Diana, deslumbrante, quería beber más, para olvidar y olvidar aquel beso y hacer como si con un baile volviera el tiempo atrás y sus padres la estuvieran esperando en casa viendo una película de Tom Cruise de madrugada.

 

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